lunes, 3 de agosto de 2009

COLOMBIA: BOCETO PARA UN RETRATO

De: Idier Torres - validier@yahoo.com
Asunto: Colombia!!! De Héctor Abad F.


Colombia: boceto para un retrato

Una revista mexicana les pidió a varios escritores del mundo que
hicieran un breve retrato de su país. Héctor Abad Faciolince hizo uno
sobre Colombia.
Colombia me parece un buen resumen del mundo. Una élite
prevalentemente blanca en el color de la piel, que constituye un poco
menos del 10% de la población total, que vive en los climas más fríos
y ocupa las tierras más fértiles, es dueña del 80% de la riqueza
general (las minas, la agricultura, el ganado, los bancos, las
industrias) y controla el poder político. Otro 40% de la población, un
poco más oscura en su aspecto exterior, trabaja duramente, más que
para llegar a ser élite, para no caer en la pobreza del otro 50% de la
población, que vive en las tierras más cálidas y menos fértiles o en
las partes más duras de las ciudades, que es negra, india, mulata o
mestiza, y que nunca está del todo segura de poder comer o de tener
agua limpia al día siguiente.
El primer mundo desarrollado (espejo de Europa, Estados Unidos y
algunas partes del Lejano Oriente) está representado por esa élite de
piel clara, que se aprovecha de las materias primas y de la mano de
obra barata del resto del país. Viven bien, comen bien, estudian en
los mejores centros, tienen excelentes hospitales y se mueren de
viejos. La clase media, los pequeños empleados, algunos obreros con
buenos contratos, son el espejo de los países emergentes como México o
Brasil. El 50% de los pobres que apenas sobreviven, se parecen a
África, a las regiones y naciones más pobres de Oriente, y también,
por supuesto, a la misma América Latina menos desarrollada. Así es el
mundo, y Colombia se parece mucho al mundo, en tamaño pequeño.
Recorrer Colombia es una bonita experiencia sociológica: si uno
empieza por el Norte, en el desierto de La Guajira, podrá visitar la
mezquita de Maicao, comer quibbes como los del Líbano, ver mujeres de
origen árabe con velo musulmán y hasta deleitarse al postre con las
waclavas de miel y frutos secos. Si atraviesa las fértiles llanuras de
Córdoba, Bolívar y Sucre, encontrará inmensos hatos de ganado Brahman,
traído de la India hace más de un siglo, con sus morros henchidos de
grasa y carne, y con la parsimonia envidiable de las vacas sagradas.
Si se trepa por la cordillera de los Andes encontrará valles alpinos
con ganado Holstein o Jersey, como en Suiza, Inglaterra o Canadá, e
incluso campesinos de ojos azules que ordeñan las vacas y hacen queso
en las montañas de Antioquia. Si se hunde en las selvas del Chocó
podrá sentirse en África de repente, con unos negros grandes y dulces
que llevan la música por dentro y la pobreza por fuera, aunque con
gran dignidad. Si se atreve a internarse en las selvas amazónicas, se
sentirá en partes del Brasil, con ríos inmensos y parsimoniosos,
árboles innumerables, calor intenso y bichos raros. Si va a los
departamentos del Cauca y Nariño, en el sur, podrá figurarse que está
en Bolivia o en Perú, con indios que vienen de ramas remotas de la
familia quechua, cuyo imperio se extendió hasta allí, pero que hablan
lenguas locales que Evo Morales no entendería.
Y en este viaje imaginario encontrará también, por supuesto, aquello
que se considera más típicamente colombiano: plátanos y yuca en tierra
caliente, cafetales y pájaros en tierra templada, campos petroleros y
minas de oro y carbón explotadas en general por inmensas
transnacionales europeas o norteamericanas, plantaciones de mata de
coca con mafiosos que matan por defender las rutas de su cocaína,
guerrilleros salvajes que secuestran y extorsionan, paramilitares
sanguinarios como nazis, un Ejército que no pocas veces comete
crímenes tan horrendos como los de los grupos ilegales, y un Estado
que, según se acerque o se aleje de las grandes capitales, es capaz de
controlar o no el territorio de la nación.
¿Qué nos falta en esta rápida descripción geográfica del país? Dos
largas costas, la del mar Caribe y la del océano Pacífico, entre
delfines y playas coralinas, hasta tibias bahías escogidas por las
ballenas que van y vienen de los polos para hacer ahí, en el centro de
su recorrido, esos ruidosos y salvajes apareamientos que los humanos
llaman el amor. Algún puerto industrial, como Barranquilla, donde
judíos y árabes conviven y compiten por el comercio; una ciudad de
belleza legendaria, Cartagena de Indias, en donde el centro se parece
a Andalucía y la periferia a Bangladesh; y por último el puerto más
feo de todo el océano Pacífico, Buenaventura, en donde la ventura está
siempre al borde de convertirse en desventura.
Colombia es también, como el mundo, un país de ciudades en el que la
mayoría de la gente vive en humeantes conglomerados urbanos
acromegálicos y no en el campo. Lo distinto estriba en que, a
diferencia de la mayoría de los países de Hispanoamérica, la capital
del país, Bogotá, no se roba la casi totalidad de la población urbana,
sino que pululan las ciudades con más de un millón de habitantes:
Medellín, Cali, Barranquilla, Pereira, Cartagena, Manizales. Salvo los
puertos, la mayoría de estas ciudades (y por ende de la población del
país) está en las cordilleras, en altos valles o en altísimos
altiplanos. El motivo es muy simple: el clima duro del trópico, la
humedad y los insectos de las tierras bajas se soporta mucho mejor en
la altitud de las montañas. Por eso tenemos un país muy extenso, pero
al mismo tiempo muy densamente poblado en la cordillera y casi
desierto en las llanuras y en las selvas.
El 98% de los colombianos hablamos en castellano. Las variedades de
nuestro español dependen de si estamos cerca del mar, de cara al
mundo, o aislados en las montañas, pero en general podría decirse que,
quizá por estar nuestro país a mitad de camino entre el Río Grande del
norte y el Río de la Plata, nuestro castellano tiene una cadencia
bastante comprensible para casi todos los que viven en el ámbito de la
lengua. A esta aparente neutralidad de nuestra variedad lingüística se
debe tal vez ese lugar común que dice que hablamos el español más
hermoso y correcto de América.
La política nos apasiona, como a los ciudadanos de cualquier parte del
mundo, y también tenemos la ilusión de que la vida depende del cambio
ritual de los gobernantes. Desde hace más de seis años nos gobierna un
terrateniente antioqueño de baja estatura, ojos claros y buenos
modales (aunque los pierde con facilidad cuando se enoja, y se enoja
mucho). Un requisito tácito para pertenecer a su gabinete es haber
padecido secuestros o asesinatos a manos de la guerrilla. Muchos de
sus ministros han tenido esa trágica experiencia, en la propia piel o
en la de familiares y amigos muy cercanos. Eso los hace odiar, con
razón, a las Farc, empezando por el primer mandatario, cuyo padre fue
asesinado por esta banda de narcotraficantes que se hace pasar por
guerrilla revolucionaria. Bueno, es ambas cosas, una guerrilla
degradada a mafia que no deja por eso de ser a ratos una guerrilla con
ideales rebasados por la historia. Uribe fue elegido por la mayoría de
los colombianos para derrotar a ese grupo, las Farc, del cual el 95%
de la población estaba harto. Lo ha logrado en parte, pero a costa de
perdonar demasiado a los paramilitares y a costa de gastarse la mejor
tajada del presupuesto en fortalecer al Ejército.
Casi nadie, ni yo mismo, se opone a que derrote a la guerrilla. El
problema es que al hacerlo se descuida lo más grave para nuestro
desarrollo: la desigualdad y la miseria. Del 50% de la población
pobre, de su condición inhumana, sale cada año apenas un porcentaje
ínfimo, aunque constante. El agua sigue siendo impotable incluso en
algunas de las regiones más lluviosas del mundo. No tenemos ni una
sola autopista en todo el país. La educación pública es de muy mala
calidad y no es universal. La gente desplazada del campo por la guerra
se hacina en las ciudades en condiciones de vivienda y de vida
intolerables. El Presidente reza rosarios en público y no está muy
interesado en el control de los nacimientos. Pero aquello para lo que
fue elegido, aquello que prometió —derrotar a las Farc—, lo está
cumpliendo, y por eso la mayor parte de la población lo apoya todavía
con un fervor religioso.
Escribimos libros, hacemos unas cuantas películas al año, ganamos una
o dos medallas de bronce en los Juegos Olímpicos, somos buenos
escaladores en ciclismo y tenemos una selección de fútbol que teme
mucho hacer goles. Tenemos dos o tres cantantes populares que el mundo
adora, aunque a mí no me entusiasmen. Nuestros tres escritores más
grandes, en todos los sentidos de la palabra grande, viven en México
(García Márquez, Mutis y Fernando Vallejo), como si el aire impuro del
D.F. fuera fecundo para su prosa. Tenemos unos cuantos museos no muy
buenos, pero de vez en cuando surgen grandes talentos aislados en la
ciencia o en el arte. Somos unos 44 millones los que seguimos viviendo
aquí, y otros 4 viven repartidos por el mundo, sobre todo en
Venezuela, Europa y Estados Unidos. El país es muy verde y su
naturaleza no es nada pobre. Medellín, la ciudad en la que vivo, no es
la peor de América Latina ni tampoco la más violenta, por mucho que en
años anteriores haya sido la capital mundial de la mafia. Pasamos de
6.500 asesinatos al año a 650, y por eso nuestra tasa de homicidios es
inferior a la de Caracas, a la de México e incluso a la de Washington.
No somos ni el infierno ni el paraíso. Somos un purgatorio que intenta
arrancar almas de la perdición y aspira a seguir, aunque muy despacio,
a un paso desesperantemente lento, el camino del progreso que otros
llaman cielo.

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