domingo, 28 de octubre de 2007

LA OTRA CARA DE LA LUNA

De: Walter Saavedra - ching_tien_tao@yahoo.com
Fecha: Dom, 28 de Oct, 2007 9:41 pm
Asunto: LA OTRA CARA DE LA LUNA


LA OTRA CARA DE LA LUNA

Walter Saavedra.

Era niño cuando comencé a interesarme en la luna. Me llamaba la atención la luna llena, como a todos los niños que conocía. Cuando jugábamos en la noche, levantábamos la mirada al cielo y en medio de las infinitas estrellas se erguía imponente la luna llena. Chimbote tiene un cielo limpio de nubes, nos permite ver las estrellas ampliamente.
Tantos cuentos nos contaban nuestras madres acerca de la luna llena: que había una mujer hilando, que la luna era de queso. Era un mundo mágico. Nosotros mismos podíamos hacer crecer ese mundo mágico dentro de nuestro pecho, abrigados por la voz hermosa que nos contaba lo que, anhelantes, escuchábamos; esa voz hermosa que nos contaba aquello que sentíamos habitar en los ojos de quien nos abrigaba con su amor radiante. La versión que más nos gustaba era aquella que decía que la luna era de queso.
Los muchachos nos echábamos en las veredas, delante de nuestras casas, mirábamos fijamente la luna y comenzábamos a gritar:
“Luna, luna, dame queso”.
Nuestra vista se quedaba fija en la luna, que ejercía una fascinación indefinible en nosotros; nos daba paz, nos permitía soñar en aquello que seríamos en el futuro, cuando creciéramos: Simplemente grandes. A nadie le llamaba la atención ver a los niños, de menos de ocho años, echados en las veredas mirando la luna, gritándole a la luna, pidiéndole que les diera queso. Era seguramente una práctica corriente. Fue en esas condiciones en que me puse a contar las estrellas y... nunca pude terminar porque, luego de varias horas, me di con la sorpresa de que eran infinitas.
Jamás se nos ocurrió pensar que la luna tenía un lado que no se veía, un lado oscuro. No existía para nosotros sino ese lado que veíamos y que nos llenaba de alegría, que nos permitía contemplar la noche de manera clara, para poder jugar a las escondidas (al ampay), para escondernos con las amiguitas, tratando de no ser descubiertos, jadeando de temor, y no sé si de anhelo por estar con una chica a nuestro lado, porque a temprana edad habíamos descubierto ya, aunque no lo comprendiéramos plenamente, el misterio de la sexualidad. Por eso nos gustaba escondernos por parejas. En esos juegos íbamos descubriéndonos, sabiéndonos diferentes, conociéndonos...
Corríamos a escondernos, pues, por parejas cuando jugábamos al ampay. La luna llena permitía esa mágica relación, la propiciaba, nos amparaba entre sus rayos con los cuales veíamos los lugares apropiados para escondernos y estar un momento a solas, mirándonos, hablando de si nos podrían encontrar, de si... y nos tomábamos de las manos, y nos mirábamos y palpábamos nuestros seres en un abrazo que pretendía ser de protección para no ser encontrados, ampayados. En ese tiempo, la luna llena era nuestra amiga, nuestra protectora.
En la sierra andina he visto que en los juegos infantiles, como el ampay, participan también jóvenes mayores y adultos... que llevan sus consecuencias –en las chacras-, a aquellos extremos que nunca pudimos llegar nosotros, los niños. Y entonces, en ellos, la palabra “juego” adquiere otra dimensión, una dimensión abiertamente sexual, que tiene aún la inocencia de las culturas que están cercanas a la naturaleza, y que carecen de la mirada culpable, “pecadora”, de las ciudades grandes.
En Chimbote, vivíamos en un lugar donde la urbanización recién se estaba produciendo, donde los migrantes éramos la mayoría, aunque unos fuéramos migrantes de aquisito nomás y, los otros, de más allá del horizonte, de donde se levanta el sol en medio de los picos nevados reverenciados y adorados aún hoy en día.
Por donde yo vivía, había un coliseo, hoy desaparecido para siempre: El coliseo Chimbote, donde el folclor estaba a la orden del día. En mi casa, que colindaba con el coliseo, la música se escuchaba nítidamente. Cuando era fin de semana no precisábamos entrar para escuchar, ni siquiera para ver, porque, si nos encaramábamos, desde nuestro techo podíamos verlo todo.
El sol moría en Chimbote, moría en el mar, aquel mar que daba vida y alimento a los pescadores quienes le tenían un reverencial respeto y que las fábricas de harina de pescado estaban mancillando horriblemente con el aceite que lanzaban a sus aguas. Había ocasiones en que el mar tenía hambre, entonces sucedían los naufragios.
Nuestros padres no querían que fuésemos pescadores. Ellos procuraban sacarnos de Chimbote en cuanto tuvieran ocasión... más antes que tarde. No se podía vivir de la mar, una mar que estaba siendo tan profanada. El sol moría en Chimbote, donde nosotros vivíamos...
De niños, pues, jamás pensamos que la luna tuviera un lado oscuro. Era como en los cuentos de hadas, donde lo bello es bello y lo bueno es bueno solamente, sin que estuviese contaminado con lo feo o con lo malo. Es que en nosotros no había ni fealdad ni maldad.
La luna nunca tuvo un lado oscuro para mí, nunca lo tendrá. Simplemente será su otra cara, aquella en la que nunca pensé, ni cuando me lo dijeron en el colegio. Ni cuando llegaron los astronautas.
Realmente, nunca, nunca lo pensé. Nunca lo pensaré. Es más encantador tener esa luna que mamá nos mencionaba en sus cuentos infantiles, aquella luna que podía (siendo solamente un reflejo en el río) ayudar al conejo en las persecuciones de que le hacía objeto el zorro, ese conejo que terminaba siendo mas astuto que el zorro.
La otra cara de la luna... ha de ser aquella que tienen todas las cosas redondas donde no se sabe realmente de qué cara estamos hablando porque es indiferenciable la anterior de la posterior y fácilmente se intercambia la una con la otra. Y todos tenemos esa cara que nunca mostramos, que queremos que quede en medio de la nada para que no la pueda ver nadie. Entonces... la otra cara de Blancanieves no es sino su madrastra, la bruja.
Más allá de nuestros deseos de niños, se levanta, y se impone, la realidad que vivimos, muy lejos de la edad que hoy recordamos y... nos vemos obligados a luchar contra la otra cara de la luna, aunque no queramos verla. Por esto es que no quiero pensar en la otra cara, no quiero... aunque sé lo que significa y siempre estoy precavido contra sus acciones negativas, lo que no impide que sufra sus consecuencias de cuando en cuando.
Hace algún tiempo, no mucho, regresé, por primera vez, a aquella casa donde viví esos años que he relatado. Calle llena de casas grandes, calle inmensa que guardaba las habitaciones de todos nosotros, donde vivíamos los amigos y familiares que jugábamos juntos. Éramos todos casi de la misma edad.
Regresé a ese lugar, conservado en el recuerdo, buscando lo que dejé ha tantos años ya: Nunca lo pude encontrar. Las casas eran las mismas, la calle era la misma (ni siquiera estaba asfaltada), pero nada era igual. Lo que vi de niño, lo que viví de niño, no lo pude encontrar.
La calle donde me encontraba era pequeña, las casas eran insignificantes, ya completamente descoloridas por el paso del tiempo y el descuido que se observaba en algunas de ellas.
Sabía que aún vivían allí algunas personas que conocí, pero no quise buscar a nadie y me alejé, sin querer destruir del todo las imágenes que guardaba de mi niñez, imágenes que surgían de ese lugar ya inexistente, de ese lugar hoy sin encanto alguno.
“Luna, luna: dame quesooooo”.
Quizás estas palabras evoquen esos momentos de carencias que ya se han borrado casi por completo de mi mente. Mi infancia no fue pletórica de cosas, pero sí de fantasías.
¿De qué será la luna para aquellos niños que tienen de todo? ¿De qué será la luna para aquellos niños que no carecen de nada material? Sé que los niños son, ante todo, niños.
Ellos son felices a pesar de las carencias, a pesar de las opulencias... son los mayores quienes les enseñan que “son infelices”.
Los adultos ya no podemos, aunque queramos, ver las cosas con los ojos de los niños. Demasiadas cosas hemos vivido... La inocencia del adulto nunca será la misma inocencia que la del niño. Yo, no quise ver la otra cara de la luna... No quiero...

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