jueves, 14 de agosto de 2008

EL VENDEDOR DE GOLOSINAS, HUANCAYO

De: Walter Saavedra - ching_tien_tao@yahoo.com
Fecha: Mié, 13 de Ago, 2008 10:19 pm
Asunto: EL VENDEDOR DE GOLOSINAS, HUANCAYO



COMO UN CHARCO DE CULPA...



Walter Saavedra.



El niño se me acercó a venderme algunas golosinas. Le tomé algunas fotos. Le di algo de dinero. Le di las gracias. Fue la primera noche que estuvimos en Huancayo. Noche de múltiples contrastes. Noche de múltiples sensaciones. Noche de innegables sucederes que calaron hondamente en nosotros. Huancayo... Huancayo. Desde el primer momento las impresiones implacablemente se fueron sucediendo, se fueron sucediendo unas tras otras, en el pequeño espacio que era la plaza de armas. ¡Qué lugar tan hermoso es la plaza de armas de noche! ¡Cuánto dolor y alegría se puede encontrar caminando sólo unos instantes por la plaza de armas! No hay necesidad de hacer prácticamente nada... todo viene a buscarnos... aunque haya quienes no pueden ver lo que a ellos se acerca... y los hay, ciertamente que los hay, sé que los hay. Los sucederes vienen a uno, como si hubieran estado buscándonos toda la vida. Vienen a nosotros en un siempre implacable. Vienen como si nosotros, con nuestra llegada, fuéramos, para ellos, los conductores de una carroza encantada que les pudiera abrir el camino hacia la vida plena que creen que nosotros vivimos... En esta hermosa e incontrastable ciudad, que es Huancayo, encontramos -como en otros lugares del Perú-, los polos jamás equidistantes que nos acercan a la fantasía de los cuentos de hadas y también a la realidad de los más dolorosos poemas vallejianos. ¡Ay de Vallejo, en una vida que no es la suya, que vive su vida tan intensamente como la viviera él mismo! Desde esta distancia en que me encuentro ahora, contemplo ese pasado, que fue una ráfaga de conocimientos, amistades y textos que se regalaban cual lluvia de oro que Zeus enviaba, a cuando violara a Dánae, dando así vida a Perseo... Vi a los docentes de diversas universidades del país, buscando a los especialistas que venían de diferentes países para entregarles sus libros, esperanzados en que produjeran algún fruto, aquel fruto que cuenta que cosechara quien le regaló el cañoncito a Ramón Castilla (y que Ricardo Palma cuenta en una de sus tradiciones). Una lectura del libro obsequiado, podría significar, para ellos, el cambio de su situación económica. Podría significar, para ellos, la ida a otro país y trabajar en mejores condiciones (o simplemente para trabajar). Los libros se regalaban desesperadamente. Yo podía ver esa la desesperación. Yo podía sentir esa desesperación. Yo, docente universitario, podía desesperarme con la desesperación de aquellos docentes universitarios que estaban bien enternados, buscando causar buena impresión. Ellos, con sus rostros de angustia. Ellos, con sus ojos que se preguntaban dónde estarían aquellos que podían darles una mano... Yo tomaba fotos de todo. Nadie me prestaba atención. Para todos era simplemente un fotógrafo que buscaba ganarse la vida. Bi cuando Ricardo Melgar tuvo la gentileza de mencionarme cuando realzaba a Alfredo Torero pusieron atención en mí de manera diferente. Algunos se acercaron para pedirme que les tomara alguna foto con este o aquel personaje, luego me daba su dirección o me preguntaba dónde me podría encontrar. Quería la foto como recuerdo. Y como nadie me prestaba atención, yo podía tomar todas las fotos que quería. Nadie se preocupaba de mí, nadie. Las tomas que realizaba, captaban la espontaneidad de la vida, en esos tres días en que estuve en Huancayo. A todos les tomaba fotos, a todos. No había excepciones. Quería captar momentos que debía evaluar luego... que debo evaluar luego. En muchas ocasiones, tratando de capturar alguna foto particular, me botaron airadamente, por tapar la visión. Tuve la suerte de estar con amigos cuya comprensión, cuya naturalidad, cuya sencillez, me daba la oportunidad de seguir adelante con mi labor captadora de lo que -en general- estaba lejos de lo que alguien, dedicado al negocio de la fotografía, hubiera tomado como labor suya. Ellos lo sabían bien. La conversación entre Ricardo Melgar, Enrique Amayo y Edgar Sullca, en el portis de la Catedral fue de gran importancia, no solamente por todo aquello que recordaban o exponían de sus proyectos, sino por algunas fotos que pude tomarles. Los amigos se encontraban después de mucho tiempo. Y este niño, acercándose a vender golosinas. ¡Qué dolor nos produce su infancia estremecida por la necesidad! Contemplo su rostro, que más que vender una golosina, implora que se deponga la indiferencia con que la mayoría de los circunstantes lo mira. ¡Son tantos los niños que venden su dolor en una cajita llena de golosinas! Comprarle una fruna... ¿Y luego qué? ¿Acaso desaparecerá su miseria ancestral, que se sumerge en los caminos que conducen a muchos otros niños como él? Lamentablemente, al final, de tanta miseria surge, indolente, la costumbre de verlos y vamos sintiendo la impotencia de no poder hacer nada para superar tanto dolor en su mirada. Comprarle unas golosinas... luego vendrá otro... y luego otro. La miseria no desaparece con la compasión. ¿Y qué hacen quienes deben hacer algo desde sus puestos de "autoridad"? Ellos se muestran desautorizados por aquella miseria, que ni siquiera miran, porque sus opulentas mansiones están enclavadas a distancias siderales de la realidad que, a los niños como, éste les duele tanto. De tanto dolor que sienten, termina por no dolerles nada. Llega un momento en que nada duele porque el dolor es demasiado intenso. Si no se actúa de esa manera, la muerte sería el único remedio, en esta sociedad, que se muestra incapaz para solucionar, no ya su problema, sino su vida... su vida. ¡Dónde iremos a parar aquellos que salimos de la pobreza! Nosotros no estamos lejos de ella. Nosotros siempre la sentimos cercana, la sentimos demasiado cercana, la sentimos viviendo en nosotros... Sentimos a la pobreza haciéndonos crueles surcos de dolor en la mirada. Ah, cuando Cesar Vallejo decía que "hay golpes en la vida, tan fuertes (...) golpes como del odio de Dios", se estaba refiriendo a niños como este, que llevan ese "charco de culpa en la mirada" sin comprenderlo, sin saber que son culpables simplemente porque han nacido: ¡su culpa es haber nacido! ¿De dónde salió aquella idea del pecado original? ¿Por qué este niño tiene que sufrir las culpas de seres a quienes él no conoció? Cristo lavó su culpa, pero a él lo siguen tratando como culpable. Y la culpa seguirá viviendo en él, que no tiene la menor idea del asunto. Pero la sufre, muy a pesar suyo... Yo soy un niño. No me expliquen por qué soy culpable. No comprenderé la culpa que tengo. Si me lavaron la culpa poco tiempo después de haber nacido ¿por qué sigo sufriendo como si nada hubiera pasado? Yo soy un niño. Mi rostro se levanta hacia la bóveda estrellada, que huye de mí porque no quiere darme su alegría, en medio de mi noche intensa. Yo soy un niño. Cubro con mi mirada el silencio de los ruidos infernales, el dolor que atenaza mi existencia breve, mi existencia infinita. Yo soy un niño. Pido que me compren una golosina con aquel centavo que les sobra. El centavo que les sobra, a mí me sirve para vivir, apenas emergiendo de las aguas turbias del presente. Yo soy un niño. Deambulo hasta altas horas de la noche, cuando debería acostarme temprano, para poder ir a la escuela. Ahora la escuelita funciona sin mí, porque hay demasiados como yo. Ya se han acostumbrado a mi ausencia. Yo soy un niño. Soy aquel niño que viste con la ropa de la fugacidad, mientras la gente pasa por mi lado, para realizar sus actividades cotidianas. Todo el mundo busca sobrevivir. Todo el mundo sobrevive ignorándome... ignorando que yo, quizás, no logre vivir mucho tiempo, más allá de este momento en que me ves. Yo soy el niño que te contempla pasar sin comprender hacia donde vas. Yo te observo sabiendo que no eres como yo. Yo solamente me doy cuenta de que, yendo... yendo a doquiera que vayas, eres diferente a mí, aun cuando alguna vez hayas sido -en algo siquiera-, similar a mí. Yo soy aquel niño que te contempló conversando en el portis de la Catedral, y se acercó, para que me compararas aquellas golosinas que me compraste, aquellas golosinas que duran tanto en desaparecer ¡tanto! Yo soy aquel niño que, Ahora, has echado, quizás, al olvido mientras estás en tu hogar. Yo soy aquel niño que fui... Quizás ya no existo para ti. Ahora, solamente existo para mí. Para el resto he desaparecido. Nadie piensa ya en mí. He dejado de existir, a pesar de que sigo llevando mi vida, como todos los días. Sigo llevando mi vida, con el mismo charco de culpa en la mirada. Sigo llevando mi vida, con la miseria en el bolsillo vacío de mi pantalón. Yo soy aquel niño, que tú recordarás, quizás, para intentar ayudarme y. luego, cuando te des cuenta que solo no puedes hacer nada, me echarás al olvido. En el olvido, pereceré una y mil veces. Yo vivo, sin haber conocido la vida de aquel Vallejo, que dicen que existió en algún París, un jueves, y muchos jueves más, con aguacero. Yo vivo aquella vida de ese Vallejo que jamás conocí. Yo soy aquel, que recibe los golpes tan fuertes, yo no sé... Recibo esos golpes tan fuertes ahora, ahora, en que vivo sin saber por qué. Solamente Vallejo puede comprenderme plenamente. Solamente él. Porque él y yo somos una misma persona. ¡Ay Vallejo! Vente a mí y dame aquel abrazo, pleno de humanidad, que hará que me levante de este lugar donde yazgo. Deja que yo te dé un abrazo, deja que me levante, deja que vaya caminando contigo. Solamente así, podré tener esa emoción, que hasta el cadáver triste pudo tener y que yo, hasta ahora, desconozco. Contemplando las hermosas fuentes catedralicias, contemplando al niño, que vendía su propia vida en una cajita de golosinas... bajo esta visión, clamaba yo también: estoy llorando el ser que vivo... estoy llorando simplemente ahora que estoy... llorando el ser que vivo. Ahora ni siquiera sé si vivo.

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